viernes, 12 de febrero de 2021

EL ROCK QUE HUBO

Desde la vieja máquina de a duro suena Jesús de la Rosa, los Hijos del agobio, aquellos que sufrieron persecución y angustia, los humillados y prohibidos, hasta el amanecer. Una canción que emerge de las entrañas de la tierra, de los cimientos de la tristura. Damián bebe de un sorbo el vino tinto peleón de la bodega que la taberna del pueblo ofrece a sus clientes. Abre la boca y machaca unos garbanzos secos y unas avellanas. Cierra los ojos y escucha el sonido de aquella canción que Triana hiciera famosa. Piensa en su amor, la pibe blanca que le hizo un día autoestop en una carretera convencional de una provincia miserable. Qué silencio recorrió su cuerpo mientras veía cómo se subía al coche, con esa camiseta entreabierta de color lila que dejaba entrever unos senos no muy grandes pero prietos, tal y como a él le gustaban. Éramos hijos de la Luna, de aquellas tardes de agosto de los años setenta, de aquellos sonidos de rock andaluz y mar descubierto, con algas en la boca, y arena, y amor.

 Pide otro vino al camarero que está despistado mirando la televisión, una televisión enorme, en blanco y negro, colocada en lo alto de una estantería de aluminio pintada de gris. Éste lo mira con gesto agrio, seco, como si le estuviese jodiendo algo grandioso o un partido de fútbol, qué más da. Con gran pesar coge un vaso de cristal y lo llena hasta la mitad, aproximadamente, con el mismo vino tinto peleón de antes. Se lo bebe de un trago, sin más. Después se pasa la mano por la boca y seca las comisuras con desgarro, hasta que ya no le queda ni una gota.

Damián ha escuchado aquella voz de Jesús de la Rosa en un single de vinilo de otro tiempo y se va. Es el año dos mil catorce. Acaba de salir de la cárcel de Campos del Río. Estaba allí por asesinato. Marisa enciende un cigarrillo More con la feminidad de una mujer que sabe lo que hace. Pretende tal vez engatusar a su presa, un pobre trabajador del campo, para robarle o tal vez algo peor. Sigue la misma estrategia de siempre: ganar la confianza de la víctima y, al menor descuido, sacar el revólver de su bolso de mujer fatal y apuntarle a la cabeza para que le dé toda la pasta.

Ha empezado a hablar de su infancia, de sus padres, y de un hermano que estuvo en el Sahara español, cuando aún lo era. Poco a poco le va comiendo el terreno, se le va acercando… de repente él la abraza y la besa como nunca nadie antes lo había hecho. No podía reaccionar. En verdad, aquel tipo le gustaba. Finalmente, se dejó llevar. Luego de contarle quién era, Marisa y Damián vivieron juntos. Fueron felices durante algún tiempo –como suele pasar tantas veces-, pero las cosas empezaron a irles mal cuando se les acabó el dinero y ninguno tenía trabajo. Atracaron una pequeña joyería de un pueblo cercano con tal infortunio que el vigilante disparó a Marisa y la mató. Damián, en un momento de rabia, forcejeó con el vigilante y éste quedó mal herido.

Damián salió corriendo, sin Marisa, y con la mirada puesta sobre ella, sobre su cadáver en el firme de la calle, completamente inmóvil. Poco después supo que también el vigilante había muerto. Entonces se entregó a la guardia civil. Dormidos al tiempo y al amor, un largo camino y sin ilusión, que hay que recorrer, que hay que maldecir, hijos del agobio y del dolor…sonaba en la cabeza de Damián, casi borracho, dando tumbos por ahí, sin concierto, sin pasión, hasta la noche en la que, como un fantasma, desaparecía por los caminos del rock.

 Juan Fco Vivo  
(Profesor CEA Río Mula)  

 

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