Escribo para hablar del único hombre
inmortal, un tal Alfonso Quijana, o Quesada, o Quijada, quien venía de un
lugar perdido en Castilla-La Mancha, de nombre olvidado. Un hombre, de
existencia cuestionable, que ha movido los pilares de nuestro mundo, y que las
generaciones parecen haber dejado en los pretéritos incógnitos a cambio de
aventuras modernas, amoríos fugaces y sociedades tecnológicas.
Corrían los primeros años de nuestras
vidas cuando cruzábamos caminos con tal señor; y, con seguridad, lo hemos visto
más veces, incluso, de las que recordamos; solo hace falta escuchar los ecos de
su voz en nuestro pasado y, a veces, cruzar la frontera arisca en dirección a la
Mancha, descubriendo así sus huellas.
Hemos luchado contra grandes molinos
junto a él, contra ejércitos formados por unas cuantas ovejas desgraciadas,
acompañados hasta la eternidad por un vástago regordete, mal hablado,
campechano, y un caballo escuálido de pasos lentos, torpes y algo cansados.
Hubiéramos conquistado el amor de la bellísima Dulcinea del Toboso si no nos
hubiera frenado la espada del Caballero de la Luna. Llegamos a liberar a pobres
y a esclavos por la gloria de nuestros nombres y por la fuerza del corazón de
los guerreros. Descansamos en castillos, que alguien quería hacer llamar
ventas. Nos sumimos en sus locuras y, lentamente, nos dormimos en la cordura
que provoca la muerte, tras haber conquistado, como héroe y como amigo, la
tierra donde aún el Sol no se ponía.
En ningún momento el hombre inmortal
nos ha dejado solos; sin embargo, ha llegado el día de que nosotros no lo
abandonemos a él.
Este es el momento de nuestra vida en
el que volver a conocer a Alfonso Quijana (o Quesada, o Quijada) no es una
recomendación: es una obligación. Un compromiso que hemos de adquirir con ese
extraño de yelmo plateado y barbas blancas, con tal de encontrarnos a nosotros
mismos.
No es el hombre inmortal quien nos
necesita: la Tierra perecerá, mas él será eterno: somos nosotros quienes
lo necesitamos cada día más, en este lugar de miedo y despropósito. Puede que
todo se corrompa, pero su mano, cálida, siempre nos recoge del subsuelo
dostoievskiano.
Abandonad sin miedo la creencia de
que conocéis quién es el hombre inmortal, del que tantas y repetidas veces me habéis
oído hablar. Sabéis su nombre común, aunque solo eso; porque, en realidad, nadie
le conoce como debiera conocérsele.
Es hora, pues, de que lo cojamos en
su entereza, sin más cuentos con dibujos y versiones pobres adaptadas: solo
nosotros, las páginas que Miguel de Cervantes escribió, y él.
Él.
El hombre inmortal.
El eterno Don Quijote de la Mancha.
Hay innumerables libros. Lecturas
intrigantes llenas de misterio, amor, aventuras. Así que… perdonadme si mi
invitación es demasiado altiva: estáis invitados y, al tiempo, obligados a
regresar a un relato con el que toda novela moderna se queda en cueros. Un
libro que cambiará hacia el bien y nos descubrirá facetas nuestras que no
esperábamos y que nos serán necesarias para los futuros que nos vienen.
No os preocupéis: Don Quijote nunca
decepciona. Tiene todo lo que promete, y más, mucho más de lo que parece. Don
Quijote está unido a nuestra historia, y ya no podéis huir de él. Es hora de
que emprendamos de nuevo sus historias, ahora con unos ojos renovados. Don
Quijote no es una novela común ni ninguna antigualla: es el libro de la
humanidad; y Don Quijote de la Mancha es el humano más humano.
Un día, Alfonso Quijada se levantó y
dijo:
Yo sé quién soy y sé qué puedo ser.
Es el momento de que nosotros también
lo sepamos, y solo el hombre inmortal puede ayudarnos. Si Dios existe, nos ha
mandado a Don Quijote de la Mancha para salvarnos.
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